UBV-Zulia PFG Gestión Ambiental

Wednesday, November 18, 2009

La espiral inquieta.

por Manuel Pereira

Nunca acepté esa frontera artificial que alguien estableció entre el arte y la literatura. La buena escritura -que otra cosa es la redacción con arreglo a fórmulas tediosas- es también un arte, en cuyo centro está la poesía, sustancia ubicua que impregna cualquier creación humana de valor imperecedero. No es un capricho colocar en el núcleo de todo a la poesía, pues esa palabra derivada del griego poiesis significa “creación”. Por eso los médicos hablan de la hematopoiesis, para no tener que decir “proceso de creación de los glóbulos rojos”.

De modo que dentro del arte incluyo a la literatura, y cuando digo poesía abarco a las dos; y cuando digo cultura pongo el Péndulo de Foucault al lado de los girasoles de Van Gogh, pasando por la máquina Olympia que tecleo y el cigarro que me fumo.

El otro abismo que no acepto es el que se quiere instalar entre la ciencia y la poesía, como si estuvieran en eterna discordia. Tampoco me parece serio «aproximarlas» diciendo que la medicina es la ciencia más cercana a las disciplinas humanistas porque se ocupa de los asuntos humanos -como si éstos se redujeran al hígado-, o sosteniendo que la forma estética más identificada con la ciencia es la novela de anticipación porque habla del futuro, como si éste consistiera únicamente en la añoranza de marcianos. Opinión que se apoya en la apariencia, sería como afirmar que los pájaros y los peces poseen cuerpos ingrávidos porque flotan en el aire y en el agua, respectivamente.

La realidad está plagada de apariencias engañosas que, en complicidad con nuestros sentidos, nos tienden trampas por doquier. La estrella que vemos brillar quizás se extinguió cuando nuestros tatarabuelos eran lactantes. La lámpara de mi habitación es roja, pero tan pronto apago la luz, ya no la veo: ¿habrá dejado de ser roja? Pareciera que somos víctimas de un “desplazamiento hacia el rojo” o que estamos entrampados en la Paradoja de Olbers. El ojo del hombre ve estructuras cósmicas donde no existen, por ejemplo, los canales de Marte. Todo lo cual es más complicado, porque es más verdadero. Lo visible suele ser más chocante que lo invisible. No sólo los fantasmas son invisibles, también el átomo lo es. Los partidarios del empirismo a secas, los que no se esfuerzan por escudriñar el fondo de las cosas, son los mismos que confunden aritmética con matemática, artesanía con arte, artista con cantante de televisión, información con formación, lengua con lenguaje, romántico con enamorado, tecnología con ciencia, realismo con naturalismo, poesía con poema, lo material con lo real, lo abstracto con el espiritismo, los medios con los fines, el surrealismo con la esquizofrenia, las causas con las consecuencias, erotismo con pornografía, sociología con literatura, los ministerios con los misterios, los misterios con la brujería... Son los mismos que aún lloran con un verso de Campoamor y hacen gárgaras en horarios estrictos. Fuera de broma, en ese daltonismo categorial se engendran confusiones aún peores.

Debo aclarar enseguida que no me refiero a los analfabetos que aún abundan en los países subindustrializados, pues he conocido a campesinos que sin saber quién es Homero ni tener noción de la electricidad, poseen su cultura, ya que viven vinculados con su entorno. Saben cuándo va a llover, qué frutos se dan mejor en un terreno dado; con sólo oler el aire adivinan un río cercano, contemplando el vuelo de las aves o las mutaciones de los reptiles calculan el tiempo de sus cosechas. Dominan, en fin, su cosmos. Luego entonces son cultos.

Estoy hablando de los “inalfabetizables” que ni siquiera poseen esa sabiduría y que, sin embargo, opinan sobre la complejidad del mundo creyendo que basta poner la mano sobre la cafetera declarándola caliente para estar en posesión de todo el positivismo decimonónico. Así como hay un «arte» que acumula lugares comunes, también existen “ciencias” de lo obvio y tautologías que primero nos enseñan cómo son los bronquios para que después aprendamos a respirar.

Se es más dichoso hablando con un campesino -porque con él aprendemos el alfabeto secreto que yace en la naturaleza- que con esas mediocridades sólo saben repetir una gesticulación académica o una fórmula técnica sin inquietarse por el universo que los rodea. Esa es la emboscada que la especialización (por otra parte tan necesaria) debe sortear si no queremos desembocar en un mundo más bien amodorrado, dividido en compartimientos estancos: Torre de Babel para sordomudos. Desconozco lo que hay que hacer, en cambio sí sé que lo que no hay que hacer es empeñarse en separar a la ciencia del arte.

Yo no sé qué sería este mundo sin la fórmula de Einstein E = MC² . Tampoco imagino qué seríamos sin el «ser o no ser» de Hamlet. Mucho menos puedo decir cuál de estas ecuaciones resulta más importante, pues si la primera iluminó el universo, la segunda ilumina al hombre. No sólo una no excluye a la otra, sino que ambas -sutilmente- contienen la misma incógnita. Tal vez por eso el matemático Henri Poincaré confesó que cuando llegaba al punto más vertiginoso de sus cálculos sentía que ahí estaba esperándolo la poesía.

De acuerdo con AIfred Jarry lo que el método poético debe estudiar no son las leyes de la realidad, sino las excepciones a esas leyes. Así demuestra la poesía su condición complementaria, no antagónica, de la ciencia. El único antagonista irreconciliable que la ciencia y la poesía reconocen unánimemente es la ignorancia diplomada, la cual -por eso mismo- se encarga de enemistar a la razón con la imaginación. Pero entre un poema y un teorema no ocurre lo que entre dos átomos donde rige –hasta donde sabemos- la ley de impenetrabilidad.

Oigo una sinfonía: matemática para los oídos. Despejo una ecuación algebraica: música para los ojos. En el fondo, a través de mis sentidos, ambas abstracciones se funden en una sinestesia que es la síntesis del mundo que me traspasa y por el cual yo paso.

Cuando era estudiante de pintura, uno de mis tíos me dijo que los dibujos de Wifredo Lam no le gustaban porque parecían bacterias vistas por un microscopio. Años más tarde conocí al pintor y le conté la anécdota. Riéndose me dijo:

“Tu tío tenía razón, mi pintura es científica pues Leonardo decía ‘que la pintura es cosa mentale’”.

Viajando en avión me reconcilié con Mondrian y con Kandinsky. Porque los paisajes que se ven desde el cielo -esas geometrías cromáticas de los campos roturados- hacen que nuestro ojo incorpore, gracias al avión, otra imagen del mundo. Los cóndores siempre fueron abstractos, diría un silogismo clásico.

El barón de Humboldt realiza dos visitas a Cuba y publica un capítulo lleno de observaciones científicas sobre el aire, el mar y la tierra que tendrá siglo y medio después una resonancia decisiva en las concepciones poéticas de José Lezama Lima. Otra obra del sabio alemán (Cosmos) sacudió a otro gran poeta al punto de hacerlo escribir un libro de inspiración científica que es también un poema cosmogónico: Eureka, de Edgar AlIan Poe. Así fertiliza la ciencia al arte.

Mientras que el pensamiento científico marcha de lo ambiguo a lo exacto, sin agotar jamás la ambigüedad reinante en la naturaleza, el poético avanza de lo –al menos en apariencia- rigurosamente preciso a lo ambiguo sin importarle demasiado la exactitud. Eso explica que todo arte parezca mentir mientras que la ciencia parece mostrar verdades. Sin embargo, la historia enseña que no todas las verdades de la ciencia son definitivas, y que el arte no siempre dijo mentiras.

Ciencia y poesía son formas del conocimiento, que a veces resultan «oscuras». La teoría de conjuntos, la mecánica cuántica y la ingeniería genética no se pueden expresar sino a través de un lenguaje bastante «ininteligible». Si alguien simplifica ese código para que llegue a más personas, automáticamente las ciencias se convierten en comics. ¿Por qué exigirle a la poesía despectivamente calificada de «hermética» que sea más «clara»?

Góngora hizo con nuestro idioma lo que Einstein con la física teórica: una revolución. Sin embargo, cuando afirmo que viajando a la velocidad de la luz un cosmonauta se transforma en fotones y que al regresar a la Tierra será más joven que su hijo, todos dicen ¡Ahhh!; pero cuando cito el verso gongorino «La mano obscurece al peine», todos dicen ¡Ufff!

Donde la teoría de la relatividad -sin ser comprendida- es aceptada, el hipérbaton -sin ser estudiado- es rechazado. Se demuestra así que se tiene un sentido utilitario de la ciencia y una noción decorativa de la poesía, que ni aquélla agradece ni ésta -por suerte- obedece.

Hay un desencuentro histórico entre estas dos formas de aprehensión de la realidad. Mientras que en el Medioevo la ciencia era perseguida como hechicería, el arte estuvo aliado a la Iglesia gracias a lo cual existen las catedrales góticas. A partir del siglo pasado, la ciencia -pero sobre todo la tecnología- se ha convertido en una especie de religión mientras que el arte es a veces considerado una superstición. Lo cierto es que siempre han sido dos magias. Sospechosa una cuando la otra ha sido admitida, y viceversa. Como sus propósitos son idénticos, sus caminos han sido paralelos. Que yo sepa, esos caminos se cruzaron tres veces: en la Atenas de Pericles, durante el Renacimiento, y en la época de Diderot y de D' Alembert.

Pero fue sobre todo en el Renacimiento, en esa Florencia donde había más tallistas que carniceros, cuando ciencia y arte se apoyaron mutuamente. El resultado de ese maridaje fue que juntas avanzaron más en doscientos cincuenta años que en los diez siglos que duró la Edad Media.

Platón expone en su Banquete la teoría del andrógino esférico cuya fuerza era tan inquietante que Zeus lo cortó en dos para debilitarlo. Esa dicotomía de aquel ser doble originó una permanente nostalgia de la totalidad. La cópula es quizás el reencuentro fugaz de esas mitades. La leyenda platónica está inspirada en la constitución somática de la criatura humana. Pero a mí me gusta trasladarla al dominio del conocimiento. Creo que alguna vez ciencia y poesía formaron un todo, hasta que fueron separadas y convertidas en (“contrarios”) que se buscan. El primer andrógino científico-poético fueron los mitos, aquella hibridación de ciencia y poesía que explicó bellamente el mundo. Después del hachazo de Zeus, la ciencia se separó de la poesía y ambas crecieron más o menos independientes. Los mitos quedaron vaciados de su contenido cognoscitivo. Y el lenguaje de la ciencia pareció despoetizarse.

Pero esa separación no fue pura, ni tajante. Como dos cuerpos que al separarse dejan uno en el otro algo de sí, algo de poesía quedó en la ciencia, y al revés. Hay puntos de contacto entre una tragedia de Sófocles y la dialéctica de Sócrates, aunque sólo sean las preguntas de la Esfinge y la copa de cicuta.

Todavía hoy se advierte un cierto comercio entre la ciencia y los mitos, entre la razón y la poesía. Nuestro hablar cotidiano está poblado de reminiscencias mitológicas. Pronunciamos palabras (que no son más que sombras de ideas) cuya etimología nos devuelve al reino de los mitos. Si las mujeres supieran que al hablar de cosméticos aluden al “cosmos” se sentirían más radiantes y estelares cuando se maquillan.

Hacia 1600 Jan Baptista van Helmont estudiaba los vapores. Dado que un vapor no tiene forma propia, y encerrado en un recipiente éste parece vacío, el químico flamenco decidió nombrar al vapor con la palabra “caos” usada por los alquimistas, que en griego significa “abismo”. Prescindió de la «o», y sustituyó la «c» por la «g», de donde resultó la palabra “gas”. Así, cuando hablamos de la gasolina estamos regresando, a sabiendas o no, a la idea caótica que del origen universal tenían los griegos.

Hace unos sesenta años, cuando el uranio fue desintegrado por primera vez mediante fisión, surgió un nuevo elemento en medio del calor radioactivo. Los científicos lo nombraron “promecio” evocando a Prometeo, héroe mitológico que desafiando el calor le robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres.

Ahora dos ejemplos de la misma operación al revés. Arquímedes sale corriendo de la bañera, va desnudo por las calles, gritando ¡Eureka! (¡He hallado!), pues al hundirse en el agua sintió la común sensación que le permitió conjeturar (conjeturar = imaginar) que todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido desalojado. La manzana que le cayó en la cabeza a Newton lo llevó a reflexionar que el movimiento de la luna podría explicarse por esa misma fuerza de atracción.

Lo poético en estas anécdotas reside en que ambos sabios captaron la semejanza existente entre fenómenos a primera vista tan distintos como son la subida del agua en una bañera y el principio de la hidrostática; o bien la caída de una manzana y la ley de la gravitación universal. Esto es la comparación, el símil, aproximar cosas aparentemente ajenas: recurso típico de la poesía. De donde se deduce que lo que hace avanzar a la inteligencia no es la repetición de axiomas, o psitacismo, sino la capacidad de asociación, a veces incluso chocante, de esos axiomas. Relacionar, recombinar: de ese tejido de solidaridades y correspondencias surgen la poesía y la ciencia en sus formas más poderosas.

La frontera entre lo poético y lo racional es imprecisable e intangible. La calamidad sobreviene cuando se pretende transgredir esa línea divisoria exigiéndole a la poesía los comportamientos de la ciencia mientras que a nadie se le ocurre manipular poéticamente un kilogramo de plutonio o de uranio enriquecido. No es posible intercambiar sus funciones, ni veo motivo para hacerlo, ni tampoco para yuxtaponerlas mecánicamente. Otra cosa es que en su afán de cópula las mitades del andrógino separado in illo tempore se encuentren para recuperar la totalidad perdida y su fuerza primordial.

Eso fue precisamente lo que ocurrió en el Renacimiento, gracias a esa simbiosis de imaginación con razón, a la fusión de lo más nuevo con lo más antiguo y al mestizaje cultural de Venecia con el Lejano Oriente. La impureza suele ser más fértil que la asepsia.

Durante el Renacimiento artistas y cirujanos se asomaron deslumbrados al cosmos anatómico. Un caudal de manuscritos raros fueron traducidos -desde Galeno hasta Euclides-; el platonismo y el fervor por Arquímedes se enfrentaron al aristotelismo mal digerido de la escolástica; el geocentrismo ptolomeico fue desplazado por el heliocentrismo copernicano. Hubo astrólogos-médicos y obispos que fueron astrólogos. Todo eso provocó una conmoción astronómica, matemática y estética de cuyas consecuencias aún somos testigos.

Mezclando la matemática con el esoterismo, el misticismo pitagórico con la cábala hebrea y la astrología, el médico Gerolamo Cardano inventó el mecanismo de cardán que aún usamos. Entre el delirio poético (o la magia culta) y la experimentación científica se movió Giambatista della Porta, quien buscó respuesta a las fuerzas inexplicables de la naturaleza dialogando con los objetos, y se hizo jesuita sin por eso evitar que la Inquisición prohibiera sus comedias. Paracelso aplicó la alquimia a la medicina sin obtener los resultados esperados, pero gracias a esa “locura” surgió una farmacología práctica que, combinada con la filosofía natural, produjo la química actual. El filósofo de la Dignidad Humana, Pico della Mirandola, no tuvo a menos estudiar los textos griegos herméticos, el pitagorismo y la interpretación alegórica de los mitos paganos. Hasta un pensador de raíz estoica y aristotéliea como Pietro Pomponazzi escandalizó a los frailes afirmando que muchos hechos aparentemente sobrenaturalcs tenían una explicación natural. Hay dos formas extremas de ser creyente: una es atribuyendo a Dios todas las rarezas de este mundo, la otra es negándolas.

Galileo alborotando monjes con su telescopio y su microscopio. Entre ambos artefactos –uno para ver lo infinitamente lejano, otro para ver lo infinitamente cercano- ya estaba la poesía, lente a través del cual podemos ver nuestro mesocosmos.Pero aún algunos se niegan a mirar por ese cristal con la terquedad desdeñosa de aquellos teólogos que en vez de asomarse al instrumento de Galileo lo que hicieron fue mostrarle los otros «instrumentos» para que abjurara de sus convicciones. Con todo, tuvo más fortuna que Servet -descubridor de la circulación pulmonar de la sangre- quemado en Ginebra por sus opiniones teológicas.

Tampoco el arte escapó a la fuerza retardataria de la historia. Aún vemos en la Capilla Sixtina el San Bartolomé censurado de Miguel Ángel. El artista lo representó desnudo. Pero un tal Daniele da Volterra pintó un paño encima de las vergüenzas del apóstol. Aretino huyendo de Roma a causa de unos sonetos eróticos. Las obras de Maquiavelo, Boccaccio y Castiglioni arrojadas al fuego. Los inquisidores asustando al Veronés para que modifique su Última Cena.

¡Eppur si muove! Procedente de la geometría griega, la perspectiva llegó a la pintura renacentista perfeccionándola. Por eso Leonardo y el matemático Lucas Paccioli pasan noches enteras diseñando dodecaedros estrellados, icosaedros y poliedros. Los trabajos conjuntos del geómetra y del pintor permitirán a Kepler -cien años después- enunciar sus tres leyes. La perspectiva, ese punto de fuga hacia el que retroceden todas las ortogonales creando la ilusión de profundidad, trajo también grandes consecuencias al aplicarse al urbanismo, la arquiteciura, la topografía, los sistemas de fortificación, el diseño de máquinas, la confección de cartas náuticas y, por consiguiente, los descubrimientos geográficos.

La Historia Natural de Plinio el Viejo influyó abrumadoramente en la ciencia y la técnica del Renacimiento. Pero, además, de esa enciclopedia emanó el primer mapa categorial para una crítica del arte. Fue este erudito quien aseveró que sin las matemáticas «el arte no podía alcanzar la perfección». Exageró tanto como Valéry, cuya fascinación por la matemática es conocida. Pero como exagerar no es mentir, sino dilatar una verdad, a ninguno de los dos le faltó razón.

¿Que un artista no sabe lo que es un ciclotrón? ¿Que un geólogo ignora qué es una sinalefa? No hay por qué inquietarse. El problema consiste en si después de enterados serán indiferentes a ese puente que une dos vocales y a ese acelerador de partículas atómicas, o si al contrario, sentirán la curiosidad científica y la ansiedad poética que empujó a Plinio, durante una erupción del Vesubio, a averiguar la naturaleza de aquellos gases que lo mataron. El viejo también nos enseñó a morir.

Nada es perfecto ni inmutable. Todo se mueve y se perfecciona, menos la muerte -quizás- que es perfectamente inmóvil, como el motor de Aristóteles. A este principio no escapan ni la ciencia ni el arte. La historia del pensamiento científico es una pregunta que engendra una respuesta que a su vez engendra otra pregunta… y así hasta el infinito. Es un error siempre corregido. Copérnico rectificó a Ptolomeo, pero Kepler mejoró a Copérnico y Newton desarrolló las leyes de Kepler. El arte también es una suma de re-creaciones. Homero hizo descender a Odiseo hasta la morada de Hades. Virgilio relata que Eneas, sobreviviente de la guerra de Troya, es conducido por la Sibila de Cumas al Averno. Posteriormente será Dante, guiado por Virgilio, quien visitará el Infierno. En el Ulises de Joyce vemos a Leopoldo Bloom paseándose por los bares, los prostíbulos y el cementerio de Dublín en lo que será otra odisea (un viaje) pero esta vez al fondo del ser humano. Ptolomeo, Copérnico, Kepler y Newton; Homero, Virgilio, Dante y Joyce -cada uno a su manera- se bañaron sucesivamente en un río que, aunque parece el mismo, es otro, porque sus aguas fluyen, como quería Heráclito.

¿Error en la ciencia? Que no se “erroricen” los que le tienen horror al error. Que en su inmensa sabiduría Aristóteles se equivocara en tal o cual asunto no es un horror. Sí lo es que durante mil años los peripatéticos se encapricharan en perpetuar esos errores. Una cosa es Aristóteles y otra los aristotélicos a ultranza. El Estagirita sostenía que cuando uno estornuda suelta por las narices las ideas mediocres. Imagino a los escolásticos preguntándose entre estornudos, cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler mientras sueñan con una hoguera para Averroes, ese árabe que comenta demasiado al Oráculo de los Teólogos, y que nunca estornuda.

Pensar es, entre otras cosas, equivocarse; de donde se desprende que la única manera de no equivocarse es renunciando a pensar. Pero también hay errores que son hallazgos: Colón en Cuba creyendo que había llegado a Japón. O el caballero Antonio de Pigafetta, cronista de Magallanes, quien al regreso de su periplo creyó que era miércoles mientras en las islas de Cabo Verde le aseguraban que era jueves, con lo cual se transformó en el primer hombre que perdió un día de su vida. Este cálculo erróneo en su diario de a bordo movilizó a los astrónomos quienes probaron que eso le sucedía a todos los que daban la vuelta al globo singlando siempre al Oeste (1).

El otro gran error de la historia aconteció cuando un pitecántropo olvidó un trozo de carne fuera de la gruta, en el sitio donde luego cayó un rayo. Acaso ese mismo día articuló un grito curiosamente gutural -el fantasma de la primera palabra- para avisarle a sus compañeros que la carne así quemada era deliciosa y que, por tanto, había que conservar el fuego. De ese fuego y de ese grito nacieron la máquina de vapor y El Quijote.

Errare humanum est. Lo que ya no resulta tan humano es quemar a los que salen del error, aunque sea para caer en un nuevo error. Como se ve, el olvido del primate permitió descubrir el fuego. Pero ese error fue convertido en horror por los inquisidores -primates a destiempo- ya no para comerse la carne asada de los herejes, sino para purificar sus almas extraviadas. Antropofagia a lo divino. Torpeza culinaria de Torquemada, cuyo nombre casi parece un chiste franco-español: tort = error + quemada = error quemado.

Otros accidentes hacen progresar el saber humano: si los soldados de Napoleón que estaban en el delta del Nilo hubieran pasado de largo pisoteando una tableta de piedra negra que allí había, nunca Champollion hubiera descifrado los jeroglíficos dejándonos sin saber lo que dice El libro de los muertos. Todos los soldados no son iguales. El centurión que mató a Arquímedes después de que el sabio defendiera a Siracusa con sus espejos ustorios -pero sobre todo porque estaba tan inmerso en una reflexión que no contestó a las preguntas del militar- nos privó seguramente del placer de llegar a la luna quinientos años antes. El fascismo y el totalitarismo no nacieron ayer. Más que formas de gobierno son como estados de ánimo que reaparecen a lo largo de la historia para luego desaparecer y volver a aparecer como el río Guadiana.

Si los retóricos y los polígrafos de antes de nuestra era leyeran estas palabras que escribo dirían que es un latín equivocado, erróneo. Y es verdad. Alfonso Reyes asegura que las lenguas romances no son más que el latín que los “bárbaros” aprendieron mal plagándolo de solecismos.

Algunas equivocaciones son fecundas. Por eso no le perdono a T. S. Elliot sus notas a La tierra baldía, pues tal parece que sintiera vergüenza del “error” genial de su poesía. Menos mal que Poe se arrepintió más tarde de la exégesis que hizo de “El cuervo”. Otra cosa es Dámaso Alonso glosando Las soledades de Góngora. No es lo mismo una autopsia después de muerto que una “auto-autopsia” en vida. Ni tampoco es el caso de las notas que Marguerite Yourcenar incluye al final de Memorias de Adriano, porque no es lo mismo señalar las fuentes documentales de una novela que explicar la génesis de un verso.

Ungaretti dijo «Me ilumino de inmensos», recordando acaso la frase que le costó la vida a Giordano Bruno: «Creo exaltadamente en la infinitud del universo» cuyo eco estremeció a Pascal quien -a pesar de su cilicio pero gracias a su máquina aritmética- susurró: «El eterno silencio de esos espacios infinitos me espanta». A Pascal le pasó lo que al investigador finés Karstrom quien, tras treinta años consagrados a la química celular, abandonó la indagación de la síntesis de las enzimas, para hacerse monje. La teología como camino para fugarse de la poesía y de la ciencia, o más bien para acercarse a una visión superior de ambas.

Leo esta frase escrita por un adolescente alemán: «¿Cómo se vería el mundo si yo cabalgara en un rayo de luz?». Se le excusa ese devaneo propio de la fantasía de su edad. ¿Saldrá poeta el niño? Años después, cuando es un adulto, desde su rayo de luz, declara: «Lo que el mundo tiene de eternamente incomprensible es su comprensibilidad». Savonarola habría achicharrado esa frase en una de sus hogueras de vanidades. Más modernamente le habrían puesto al autor una camisa de fuerza, como a Ezra Pound que estuvo doce años en un manicomio de Washington. Algo así pudo ocurrirle a aquel joven soñador alemán si no se hubiera llamado Albert Einstein.

Los vaticinios y las observaciones de otros tardan más en verificarse. Durante siglos muchas personas se burlaron de Pitágoras arguyendo que la música de las esferas no se oye. Ya que fueron incapaces de escuchar el silencio, al menos sabrán que hoy los radiotelescopios reciben el eco del Big Bang, es decir, la reminiscencia acústica del estallido de un protón hace quince mil millones de años. Por cierto, este hallazgo también se produjo al azar, casi por error. Cuando los científicos detectaron el extraño ruido radioeléctrico, tras muchas comprobaciones, culparon a las palomas que zureaban en la antena del radar. Las espantaron, pero allí seguía vibrando la armonía del monocordio cósmico que Pitágoras había escuchado en Samos, dos mil años antes, sin aparatos acústicos, apoyándose en su intuición matemática y musical (3). Emociona saber que Poe dedicó al cosmos su último libro, que Lewis Carroll -además de Alicia- escribió las Matemáticas dementes; que Huxley, el autor de Contrapunto, creció entre eminentes biólogos; que Goethe antes de murmurar su célebre “¡luz, más luz!” nos dejó la Teoría de los colores, sus Contribuciones a la óptica y La metamorfosis de las plantas. Pero más conmueve saber que Galileo hizo poemas contra la obligación impuesta a los profesores de Pisa de llevar siempre las togas. Que escribió ensayos sobre la Jerusalén Liberada, de Tasso, y el Orlando Furioso de Ariosto. Que su obra más importante, aquella donde exponía sus nuevas ideas científicas, requirió una forma de expresión también nueva, alejada de la retórica convencional de los peripatéticos; por lo cual apeló al recurso del diálogo, haciendo una doble contribución a la ciencia y a la literatura. Pero lo increíble es que el Padre de la Ciencia Moderna dedicó dos estudios al análisis matemático del Infierno de Dante. Esas conferencias, en las que alternan tercetos con teoremas de estática tratando de clasificar los problemas topográficos planteados por el poema, le permitieron al sabio considerar el embudo infernal descrito por Dante como un ejemplo de las secciones cónicas de Arquímedes. ¡Dante geometrizado por Galileo! ¿Puede un poeta esperar mejor destino?

Con el tiempo la ciencia se complica asemejándose a la poesía. Mientras que ésta, desde que renunció a decir frases bonitas, comenzó a parecerse a la ciencia, pues ya el arte no saca duplicados de la realidad sino que experimenta con ella. ¿Epistemología estética? Ni el arte ni la ciencia están obligados a ser «bonitos» ni «claros». Lo que importa es que sean esenciales, aunque a primera vista parezcan «feos» y «oscuros» (4).

Cuando los diccionarios de pintura sean más graves incluirán el nombre de un químico suizo que jamás tocó un pincel, pero que liberó a las artes plásticas del aburrimiento: Nicéforo Niepce, último pintor naturalista que inventó la fotografía. ¿Y dónde ponemos al persa Omar Khayam? ¿En la historia de la poesía o en la de la astronomía? Hay diccionarios cobardes, o tramposos. Casi ninguno dice que Isaac Newton fue alquimista ni que el naturalista inglés Wallace fotografiaba ectoplasmas.

¿Poema?

“El sexo fue inventado por las algas verdes.... universo caliente expansión... el tenue rumor radiofónico de la Vía Láctea... la materia son quarks y leptones... el universo que conocemos está condenado a destruirse... el sueño de toda célula es devenir células... la estrella comienza a hundirse sobre sí misma... la vida media del neutrón libre es de unos quince minutos, la vida del protón excede de 10³º años, de ese orden es la medida cuantitativa de la eternidad... los colágenos son unas proteínas muy interesantes... principio de incertidumbre... entre guanina y citosina pueden tenderse tres fuertes enlaces de hidrógeno... los trilobites eran animales bellamente estructurados que acumulaban cristales en sus ojos... con nuestra intuición química... escudriñé microfotografías de fibras de músculos buscando señales de hélices... el sol se transformará en una estrella gigante roja para terminar como una estrella enana blanca... los puentes de sal en los que cationes divalentes como Mg+ + unían a dos o más grupos de fosfato... los seres vivos son máquinas químicas... las dos enzimas: aspartasa y fumarasa... traducir el alfabeto genético... paraíso molecular... cuando el universo era infinitamente denso, infinitamente energético, y ocupaba un punto matemático con volumen cero... juego de combinaciones ciegas... conservar el azar... los demonios biológicos de Maxwell son las proteínas globulares... en esta organización química yace el secreto de la vida... nuestro organismo está formado por unos cien millones de células, de modo que cada uno de nosotros es una muchedumbre... el sueño del pez ancestral... la sopa prebiótica o caldo primitivo... el código genético está escrito en un lenguaje estereoquímico... sus cuatro letras son Adenina, Guanina. Citosina y Timina... los erizos de mar son más parientes nuestros que los cefalópodos...”

Lo que se acaba de leer no es un Cadáver Exquisito dadaísta, ni la escritura automática de Breton. Son fragmentos sacados de revistas y libros rigurosamente científicos, frases de premios Nobel, que yo también he barajado al azar. Que estos pasajes estén fuera de contexto no los complica más, sino que más bien los simplifica. El último “verso” de este “poema” lo extraje de El azar y la necesidad, de Jacques Monod. Cuando él anuncia nuestro parentesco con los erizos, añade: “No hay duda alguna, la bioquímica lo confirma”.

Es una lástima que el célebre verso de Góngora “Erizo es el zurrón de la castaña” no haya contado con un anexo garantizando que la química filológica confirmaba su sintaxis insurreccional.

Por eso la frase de Monod no será entendida por los profanos, pero tampoco será cuestionada, como lo fue la octava gongorina del Polifemo que ni siquiera fue aceptada por los eruditos de su época, y tuvo que esperar tres siglos -tras muchas polémicas y escarnios académicos hasta que Alfonso Reyes y Dámaso Alonso restablecieron la justicia poética. Con lo cual el Polifemo no dejó de ser “oscuro”. Pero la diferencia entre el erizo de Monod y el erizo gongorino reside en que al científico, si acaso, lo discuten los bioquímicos, mientras que sobre el pasaje poético cualquiera opina, desde los doctos solemnes de la lengua hasta los boticarios. Sin embargo, la revolución sintáctica que protagonizó Góngora es tan necesariamente audaz como las conquistas de la bioquímica microscópica de este siglo. Pero es menos respetada. Primero, porque ya casi nadie espera milagros de la palabra mientras que son muchos los que secretamente creen que tarde o temprano la química encontrará algún elíxir de la eterna juventud. Segundo, porque todos usamos palabras, lo que suscita la ilusión del derecho a criticarlas. El científico emplea el matraz, el microscopio o el mechero Bunsen, instrumentos poco comunes que fácilmente devienen fetiches, adminículos sagrados. Pero el poeta establece otra lengua dentro de la lengua, un laboratorio de signos, una química de las imágenes. Lo cual también es sagrado.

James D. Watson nos cuenta en su libro La doble hélice cómo descubrió la estructura del ADN, elemento genético fundamental. Allí expone constantemente su necesidad de que la forma que buscaba fuera bella. Paseándose por Oxford contempla las escaleras de caracol que le hacen confiar en las estructuras biológicas de simetría helicoidal. Tras las fatigas de un escultor, cuando ya ha conseguido armar el esquema de su doble hélice, declara: «La estructura era demasiado bella para no ser verdadera». Aparte de que esta historia demuestra que la belleza no es la entelequia exclusiva del arte, no puedo resistir la tentación de recordar otras intuiciones venidas del fondo de la historia que prefiguraron la estructura del ácido desoxirribonucleico.

Esa forma espiral aparece en la leyenda del adivino Tiresias separando con su báculo a dos serpientes que copulan. Una situación similar dará lugar al caduceo de Hermes Trismegisto (identificado con su equivalente romano Mercurio y con el dios egipcio de las letras, Toth). El símbolo de la espiral es antiquísimo, lo encontramos en la India, en esas tablas de piedra llamadas nágakals. Los mesopotámicos le atribuyeron a las dos serpientes entrelazadas poderes curativos, lo cual coincide con la pareja de ofidios que también se enrosca en el bastón de Esculapio. Por eso hoy vemos ese emblema en las farmacias. Robert Graves en The Greek Myths añade el mito de la serpiente Ofión que trepa por los muslos de la diosa Eurinome para hacerle el amor engendrando así el universo. Es la serpiente Kundalini de las enseñanzas tántricas, que dicen que la doble espiral representa el equilibrio entre dos fuerzas adversarias. Acaso por eso también vemos esa alegoría en una antigua pintura china evocando el Yin y el Yang, que en la cosmovisión vigente durante la dinastía Kau, corresponden a los dos principios opuestos que originan la creación. La tradición judeo-cristiana también tiene su serpiente. El caracol, opina Laurette Séjourne, es el principal atributo de Quetzalcoatl que, a su vez, es una serpiente emplumada. El sabio cubano Fernando Ortiz vinculó la espiral con el caracol, con la voluta de humo y con el huracán. En Cuba precolombina los taínos usaban el caracol como trompeta, fumaban tabacos y eran anualmente azotados por huracanes. ¿Será por eso que los aborígenes pintaron tantos anillos concéntricos en las cavernas de la isla? También en Europa Occidental los hombres del neolítico decoraron con espirales el interior de sus túmulos funerarios. Según Cirlot, para los egipcios la espiral designa las formas cósmicas en movimiento. El símbolo atraviesa los siglos, desde China hasta México, participa en la alquimia, reaparece en las balaustradas de la escalera melliza (también espiraloide) del palacio de Fontainebleau. Es la espiral logarítmica que descubrió Descartes, curva ideal del crecimiento. Es la espiral estudiada en botánica por su frecuencia en tallos y ramas. La espiral fosilizada de los amonites. La columna salomónica. En 1920 la vemos en la maqueta de la Torre Helicoidal del arquitecto Tatlin, y treinta años después en el Modulor de Le Corbusier. Hoy cualquiera sabe que la Vía Láctea es una espiral, aunque Poe en Eureka la imaginó en figura de Y griega. He aquí una paradoja: la intuición de un científico fue más certera que la de un poeta a la hora de escoger un símbolo. Pero lo importante es que del microcosmos al macrocosmos, desde la molécula que trasmite las instrucciones hereditarias hasta la galaxia en la que navegamos, pasando por toda una iconografía esotérica, mitológica, plástica, racionalista, arqueológica y vegetal; la constante, lo que predomina, es una espiral. No arriesgo ninguna conclusión. Nada demuestro, sólo muestro este cúmulo de casualidades, esta espiral inquieta.

Notas

1- - En su excelente crónica Primer viaje en torno del globo, el Caballero Antonio de Pigafetta afirma que ha ganado 24 horas sobre los que no le dieron la vuelta al mundo. Pero… ¿ganó o perdió un día en su vida? Pitágoras decía que la edad debía contarse al revés, desde la tumba a la cuna. No sabemos si Pigafetta era pitagórico, pero el rigor científico indica que perdió un día mientras que él se consuela pensando que el resto de sus contemporáneos son 24 horas más viejos que él. Estamos, pues, ante un dilema digno de la matemática y de la poesía.

3- El Diccionario Oxford de la Música admite que el monocordio que usaba Pitágoras es un instrumento más científico que musical. Hoy lo usan los físicos con el nombre de sonómetro. El más reciente descubrimiento en física, la Teoría de las Supercuerdas, parece darle la razón también al matemático griego. La materia, el universo entero, vibra, como una sinfonía cósmica.

4 - ¡La ciencia busca la verdad, el fin del arte es la belleza!, podría protestar algún lector. ¿Pero acaso hay algo más bello que la verdad? Bello no es sinónimo de «lindo», sino de profundo. Desconocer ese matiz es como entreverar los méritos de un organista -por virtuoso que sea- con el genio de Bach; o equiparar la destreza de un cirujano con la hazaña científica de un Vesalio, un Colombo o un Harvey.